Silvia Venegas, Charo Peral, Mariqui Dueñas
¿Qué se hace en la parroquia a lo largo de todo el año? ¿Cómo se trabaja y se vive la fe en Buen Suceso?
Celebraciones, convivencias, grupos, catequesis, retiros, charlas, peregrinaciones, formación, talleres, campos de trabajo, misión, camino de Santiago, campamentos,…
Todo encaminado a vivir, crecer en la fe y en sentimiento de comunidad. Distintas vivencias y trabajo más o menos escondido, que da su fruto y se materializa en días como el 7 de mayo donde todos nos hacemos uno.
Tres testimonios de lo vivido aquel día, pero una misma cosa: el Amor del Señor y al Señor.
Testimonio del día de mi bautizo, primera comunión y confirmación
Por Silvia Venegas
Desde que el Señor me llamó claramente por primera vez, hasta aquél maravilloso día 7 de mayo de 2021 en el que entré a formar parte de su familia, la Iglesia, pasó un poco más de un año y medio de catequesis, conociendo a Jesús y a su Iglesia, perseverando, y sintiéndome muy acogida y querida en Nuestra Señora del Buen Suceso, especialmente en las catequesis con el padre Nacho, entonces aún diácono, que fue la primera persona de la parroquia con la que tuve contacto.
¿Qué supuso el bautismo para mí, y luego la confirmación, y luego la primera comunión? Pasar a ser propiamente hija de Dios, poder recibir su cuerpo en la eucaristía, poder confesar mis pecados, poder llevar plenamente a la vida lo que antes entendía sólo más o menos, aunque comprendía de alguna manera que era bueno, y ya entonces me entusiasmaba la simple idea de que existiera: los dogmas de la fe, la eucaristía, los sacerdotes, los sacramentos. Ahora que lo puedo vivir en plenitud, sé que ese entusiasmo tenía sentido.
El bautismo es la puerta que nos permite participar de ello, vivir plenamente la inmensa bondad que en todo ello se encierra. ¡Gloria a Dios!
Aquella ceremonia tan especial fue presidida por el vicario episcopal don Juan Carlos Merino Corral. Dios me perdone (me perdonó enseguida), pero en un primer momento, no me gustó: yo quería que todo fuera fantástico, inmejorable, y él me pareció muy serio, y con cara de soso. Además, la música que acompañó a la procesión de entrada no me había parecido suficientemente bella para lo que se celebraba: MI bautizo (YO en el medio, y no Dios).
Pero al instante siguiente de estos pensamientos endemoniados, gracias a Dios, le dije a Él que, si así había de ser, me diera la ceremonia que yo mereciera, así como soy: pequeña y miserable. Si el vicario había de ser soso y serio, que lo fuera, si la música había de sonar apagada y lenta, que sonara así. Que fuera lo que Él quisiera, porque lo principal no me sería arrebatado: iba a recibir el agua del bautismo, iba a recibir el cuerpo de Cristo, iba a ser llenada de su santo Espíritu. Si los medios para ello eran pobres, mucho más pobre era yo, por lo tanto, ¿de qué iba a quejarme?
Desde ese momento en que puse todo en manos de Dios, Él me sonrió, y me regaló la ceremonia más bella del mundo, sin duda con la mejor música también: tocada y cantada con entusiasmo, viva y muy auténtica. Apenas pude atender a la Palabra de Dios, por los nervios, pero sí recuerdo la homilía, que fue estupenda. Y todo el tiempo don Juan Carlos fue un regalo, cercano, atento, acogedor, lúcido en sus palabras, ministro de Dios realizando con gozo la tarea que ese día Dios le había confiado.
Recuerdo el momento del bautismo: el agua fría derramándose sobre mi cabeza, una, dos, tres veces, y las palabras del vicario, al mismo ritmo con que vertía el agua: “Silvia, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Lo primero que pasó después fue que mis padrinos me abrazaron, y mi padrino me secó la cabeza, y con estos gestos me sentí profundamente acogida y querida: a través de ellos, a través de sus brazos, Dios me estrechó, dándome la bienvenida a su Iglesia.
Luego las albas, limpias y blancas, vestido de los bautizados ya limpios de pecado: me recordaron a las sábanas de un hospital, y supe que lo eran: eran las sábanas del hospital del alma, en el que acababa de entrar, para no salir ya nunca.
Mi padrino prendió entonces en el cirio pascual la llama de la vela del bautismo y me la entregó: hermoso símbolo de la luz y el calor de Dios, que desde entonces puedo sentir en mí.
La confirmación fue muy bonita, sencilla, aceite y unas pocas palabras, pero ¡tan sentidas! Las fórmulas dichas con una mirada cercana, las respuestas dadas con alegría, emoción y gratitud.
Y, finalmente, la comunión, recibir el cuerpo de Jesús, ese pequeño pan blanco que desde niña había querido probar, en aquél entonces por curiosidad acerca de su sabor, ahora cargado de un sentido infinito. ¿Cómo puede ser tanto un pequeño trozo de pan? Jesús se esconde en él, no tengo la menor duda, y cuando lo comemos, desde dentro, nos hace suyos.
El camino empezado ese día, Dios me dé luz y fuerzas para continuarlo. Cuando tropiece mi pie, esté él junto a mí, cuando me canse, sea Él mi apoyo, cuando me enorgullezca, Él me derribe de mi pedestal y me recuerde que no soy nada, nada, nada; que sin Él todo lo que haga morirá, pero que con Él mis obras tendrán vida eterna.
Sostenme, Señor, en la oración, y en el amor y servicio al prójimo. Y sostenedme, prójimos, amigos de Dios, en el amor y servicio a Él. ¡Gracias!
Espíritu derramado. Mirad cómo se aman
Por Charo Peral
Qué diferencia hay entre ir a misa o vivir la misa, entre estar o “estar” en misa, entre decir, repetir o rezar, paladear, alimentarse…
Qué distinto es todo cuando uno no sale igual que entró.
El 7 de mayo dos jóvenes Silvia y Marcos se bautizaban, hacían su primera comunión y se confirmaban junto con Jules. Los habíamos acompañado durante la Cuaresma en los distintos escrutinios, y yo me preguntaba qué se sentiría al recibir aquellos sacramentos siendo ya adultos, elegir formar parte de la familia cristiana libre y voluntariamente después de una larga preparación, no como yo, que lo había hecho “por inercia”. Su ejemplo me inspiraba y, a mi manera, intentaba prepararme con ellos para revivir aquello que me fue dado sin yo ser consciente de lo que significaba.
Es difícil expresar lo vivido, cómo atrapar en un papel un sentimiento, cómo materializar lo que el corazón estalla, ese anhelo del alma de ser todos uno. Porque eso sucedió aquel día en que la palabra comunidad cobró todo su sentido. Dejó de ser algo hueco y sin contenido para ser encarnada por todos los que allí nos encontrábamos. Sentirse parte de una familia conocida en lo desconocido, sentirse en casa, sin ser de nadie siendo de todos. Entender eso de la fraternidad, reconocerse en el otro, sentir la mirada que se abre al llanto de alegría, de asombro, de admiración por aquello que estaba sucediendo. Cuando se comparte el silencio y ese silencio está lleno de vida. Esa vida que infunde el Espíritu Santo.
Bautismo, Comunión, Confirmación. ¿Qué es lo que el Señor nos iba diciendo a cada uno en cada momento mientras lo vivíamos con ellos tres? A cada uno lo que necesitaba, a cada uno diferente, a cada uno lo que le correspondía solo a él, haciendo único ese instante compartido por todos. Algunos de los presentes eran amigos no creyentes de Silvia. No había diferencia, respetuosos, su compartir generoso invitaba a la oración. Así me lo hacían sentir todos y todo. Aquel día viví la Iglesia que recoge y acoge, la Iglesia que participa y se mueve al unísono, que no solo recibe, sino que también da. Lo viví y lo vi reflejado en el rostro emocionado de los que celebrábamos lo mismo.
Renacer gracias a la alegría, al entusiasmo de unos jóvenes que con su paso al frente me daban ejemplo, re-viví, resucité gracias a un “pueblo” que ese día dejó a un lado la pasividad y decidió no salir de misa igual que entró, decidió dejarse tocar por el Espíritu Santo y pasar a ser familia. Ese día todos nos bautizábamos, para todos era nuestra primera Comunión, el Espíritu se nos derramaba por igual. Aquel día respiré lo que debieron de ser las primeras comunidades cristianas dando la bienvenida a un miembro nuevo. Todos éramos nuevos. Aquel día cualquiera que pasara por allí podría haber dicho aquello de “Mirad cómo se aman”.
Lo que solo el ojo puede ver y el corazón sentir.
Por Mariqui Dueñas
No sé cómo empezar, es muy difícil expresar con las palabras lo que solo el ojo puede ver y el corazón sentir.
Era viernes siete de mayo y me dirigía a la parroquia para algo muy concreto y sin intención de quedarme, pero empezaba la misa de las 20:30 y está me atrapó. Una ceremonia muy especial, pero que muy especial. El Vicario, don Juan Carlos Merino Corral, daba la bienvenida a tres jóvenes neófitos, Marcos, Jules y Silvia, a ser discípulos de Cristo, cristianos por el Bautismo y reforzados con el sacramento de la confirmación, tres nuevos hijos de la iglesia católica. En una preciosa celebración eucarística se incorporaban a la vida de la fe.
Qué afortunada me sentí de poderlo vivir. Lo espiritual se hizo material y empecé a sentir como hacía tiempo. Pensé en Juan Bautista y en el Señor de adultos bautizándose, sentí envidia y una profunda alegría, tres jóvenes que conscientemente nacían de nuevo del agua y del espíritu, un corazón nuevo de carne, yo me identificaba con ellos. Por el Bautismo eran ya hijos de Dios, recibían la vida del Señor, empezaban un proyecto nuevo personal, renunciaban al pecado original y se convertían en miembros de la iglesia, empezaban a contar con nosotros, todos
Juntos caminando, poniendo ilusión, cada día es nuevo, cada mañana. El Señor los llamaba a la vida y les invitaba a empezar este camino nuevo en el que todos nosotros caminamos a su lado.
Qué fuerza tenía todo, qué sentir tan profundo, y de repente el Vicario les imponía las manos para recibir el sacramento de la confirmación, el espíritu de la verdad los acompañará siempre, les hará crecer y perseverar, reforzará el bautismo. Ellos voluntariamente han elegido a Cristo y les siento muy coherentes y con ganas de llegar hasta el final y eso es crecer en el amor. No podemos decir que este camino que han emprendido esté falto de dolor, tendrán muchas piedras en el camino, amar hasta que duela, quien quieres te hará sufrir.
Confirmarse es preguntarse constantemente ¿Quiénes somos? Todos somos soldados de Cristo, defensores de la fe y ellos tres se comprometieron a perseverar, a darlo todo. La confirmación más el bautismo imprimen carácter, de tal manera que ellos tres eran ungidos, receptores de la gracia, Cristo ya en ellos. Qué gran alegría. Yo lo estaba viviendo en primera persona, encontrándome con el Señor y con muchas ganas de compartirlo con esos tres jóvenes que no conocía pero que ya amaba. Pedí al Espíritu Santo que desplegara sus siete dones en ellos y me pregunté: ¿En qué tiempo estoy yo? ¿Transmito, comparto mi fe?, qué ganas de abrazarles de hablar con ellos de compartir, qué emoción.
Entonces llegó lo mejor la Eucaristía, Pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor, se les veía gozosos, con ganas de empezar la nueva vida, agradecidos, celebrando y disfrutando de cada pequeño momento de gracia. Pan y vino, cuerpo y sangre de Cristo, alimento que nutre al creyente, alimento para todos nosotros. Qué preciosidad y otra vez en mi cabeza se plantean preguntas: ¿A qué tengo que nacer, a qué tengo que morir? ¿Qué tengo que sembrar? ¿En qué momento de mi vida estoy? ¿Qué me pides Señor?
Solo puedo dar las gracias por haber podido compartir, vivir y sentir con ellos ese momento tan único y especial de sus vidas que me ha hecho coger con más ganas mi vida de fe para hacer que la tristeza se convierta en alegría, valorar más todas las cosas, conocer el amor de Dios, preguntarme ¿qué me impide ser feliz? Y que cuando todo se acumula es el momento de la fe, de pedirle a María ayuda, rezar, rezar el rosario, poder de la oración, poder del rosario, con él nos acercamos a la vida de Jesús. Ponerse bajo la protección de María y rezar el rosario, si pensamos que no vale la pena pongamos una intención en cada misterio, una cara en cada cuenta, y no busquemos más excusas, el peor rosario es el que no se reza.
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