Enrique González Torres
Si la Virgen es mi madre, decir cualquier otra cosa de ella es redundante. Porque si se es madre de alguien, todas las demás cosas se sobreentienden. No se puede engrandecer lo que ya es de suyo enorme: el corazón de una madre. María es mi madre y me conoce bien, ella sabe lo que hay en mi corazón de hijo.
A María Inmaculada es a la que primero vi después de bautizarme en la parroquia de la Concepción de Nuestra Señora, mi parroquia de toda la vida. Después, desde lo alto de su altísima torre siempre he sentido que me miraba y me custodiaba para protegerme y ser testigo de mi vida con sus aciertos y con sus fracasos, con mis virtudes y pecados.
En la provincia de Almería, está el pueblo marinero de Garrucha, de donde procede mi familia. Allí, con su gente, con mis amigos, he pasado todos los veranos de mi vida, pero sobre todo ha sido el lugar de mi primera alianza con Dios, la de contar la arena de la playa y las estrellas del cielo. Allí en nuestra capilla, también está mi madre, la Virgen del Carmen, preciosa, llena de ternura y esperanza, mostrándome siempre a su hijo Jesús como único puerto de salvación. Ave Maria, Stella Maris; te saludo, madre de tus mares, estrella de la noche, mano protectora y cielo de mi tierra.
Mi primer encuentro fuerte y cara a cara con el Señor sucedió cuando tenía quince años en un campamento de verano que culminaba peregrinando hasta Covadonga a través de “los Picos”. Ante “la Santina”, me rendí como un soldado rinde sus armas y dejé mi vida como ofrenda. Ella, la Reina de la montaña y patrona de mi entrega y la de tantos, siempre me alienta a sembrar un puñado de esperanzas para que alguien pueda recogerlo y a ella le pido año tras año que su hijo bendiga al sembrado y al barbecho.
En mi primer destino pastoral, la parroquia de San Germán, “la Madre” escuchaba sin descanso las oraciones de tantas otras madres que pedían por sus hijos. Estando tan cerca de un lugar donde se practican diariamente decenas de abortos, ella era “la Madre” en el sentido más pleno y auténtico del término. Contrarrestando el dolor y la muerte hizo brotar en la parroquia un torrente de alegría y de vida. Y así, cada año en una mañana de sábado, en el mes de mayo, era ella la que salía a las calles procesionando, iba buscando con la vista a quien más la necesitaba; iba llevando entre sus brazos la vida y la salvación para todos. Era “la Madre” que no se cansaba nunca de esperar, la mujer fuerte que acudía siempre en ayuda de nuestra debilidad.
Y así llegué en el 2017 a la parroquia de Nuestra Señora del Buen Suceso. Cuando el obispo, D. Carlos me mandó a esta parroquia sentí que recibía la misión de fomentar el culto y la devoción a nuestra madre. Además, daba la casualidad de que los anteriores años había intentado en vano hacer una buena preparación de treinta y tres días para hacer mi consagración al Inmaculado Corazón de la Virgen María y ese verano por fin pude hacerlo. El día que elegí para mi consagración era el 15 de agosto, fiesta de la Asunción. Y por eso, el día que debía empezar mi preparación era el 13 de julio. Ese fue el día en que coincidieron providencialmente varias circunstancias. Por una parte, fue cuando comuniqué desde los ejercicios espirituales que había recibido el nombramiento de párroco del Buen Suceso, por otra parte, era mi santo, la memoria de San Enrique y providencialmente se celebraba el centenario de la tercera aparición de la Virgen a los Pastorcitos en Fátima.
Efectivamente, el 13 de julio de 1917 sucedió la más importante de las apariciones: en la primera parte del mensaje los niños experimentaron la visión del infierno; la Virgen les dijo después: “Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón, si hicierais lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz la guerra va a acabar”. Y ahí estaba yo, como un pastorcillo más, cien años después, recibiendo esta señal tan elocuente del cielo. Después de los treinta y tres días de preparación llegó por fin el 15 de agosto, día en el que el párroco anterior, D. Miguel Jimeno, que en paz descanse, me pidió que fuera a encontrarme con él. Y lo primero que hizo fue llevarme delante de la imagen de la Virgen del Buen Suceso para ponerme bajo su amparo, para refugiarme bajo su manto. Él no sabía que estaba consagrándome en ese momento. Por eso el día de mi toma de posesión comenté que era para mí un signo providencial vivir y trabajar en una parroquia a la que siento como “la casa de nuestra Madre”.
Ahora, además sé que “el Buen Suceso”, siempre fue también un hospital, desde que se construyó su primer y más antiguo templo en el siglo XV hasta que se consagró el actual en el año 1982. La «grandiosa» iglesia y hospital contra la peste que presidió la Puerta del Sol durante 500 años, es ahora un “hospital de campaña”, como le gusta decir al Papa Francisco: “La Iglesia se parece a un hospital de campaña: tanta gente herida… que nos pide aquello que pedían a Jesús: cercanía, proximidad”. En estos tiempos de pandemia, una nueva peste está hiriéndonos profundamente, y son muchas las personas que mirando al cielo piden por la salud de sus familiares y la suya propia. Pero la herida es más que una enfermedad física, es más profunda aún, es la falta de amor, es la ausencia de Cristo en sus vidas. Hoy quisiera invitarles a todos: “venid a Cristo los cansados y agobiados” y entonces, colocándolos bajo su amparo, acogiéndolos bajo el manto de “la Madre del Buen Suceso” decirle a cada uno: “Ahí tienes a tu madre”. Ojalá mi vida y mi ministerio sirvan para llenar su casa de innumerables hijos y así llenar a la vez de alegría el corazón de mi madre, María.
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