Ratzinger en Buen Suceso

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Ratzinger en Buen Suceso

El recientemente fallecido Papa Benedicto XVIJoseph Ratzinger, viajó a Madrid del 6 al 9 de julio de 1989entonces cardenal, invitado por la Universidad Complutense de Madrid. Durante esta estancia concelebró una eucaristía en nuestra Parroquia Nuestra Señora del Buen Suceso junto con el entonces Cardenal Arzobispo de Madrid y D. Angel Suquía y el Nuncio de Su Santidad en España, D. Mario Tagliaferri, entre otros.

Ratzinger en Buen Suceso
Ratzinger en Buen Suceso

 

Recogemos en este «Buen Suceso» la homilía que Ratzinger pronunció durante esa eucaristía, así como la monición de entrada.

 

EUCARISTÍA CARDENAL JOSEPH RATZINGER

PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DEL BUEN SUCESO

MADRID 6 DE JULIO, 1989

 

MONICIÓN DE ENTRADA

Nuestra comunidad parroquial tiene hoy el privilegio de ser visitada por el Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Nuestro Cardenal Arzobispo de Madrid, D. Ángel Suquía, le acompaña en la celebración, así como también el Nuncio de Su Santidad en España, D. Mario Tagliaferri, y los obispos auxiliares de Madrid, D. Francisco José Pérez y Fernández Golfín, y D. Agustín García Gasco que también es Secretario de la Conferencia Episcopal Española.

El Cardenal Joseph Ratzinger, alemán de nacimiento, antiguo arzobispo de Munich, es además un eminente teólogo e investigador, uno de los más influyentes en el Concilio Vaticano II, y que ha ejercido la docencia en las universidades más notables de Alemania. Ha escrito más de 600 títulos entre libros y artículos.

Y, sobre todo, el cardenal Ratzinger es un estrecho colaborador del Papa Juan Pablo II. Desde su alto ministerio de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe vela por el depósito de nuestra fe, la impulsa en la lglesia y la acerca a todo el Pueblo de Dios. Nos disponemos a celebrar la Eucaristía con gozo, mostrando nuestra
adhesión a la Cátedra de Pedro.

 

MONICIÓN ANTES DE LAS LECTURAS

La Palabra de Dios que nos disponemos a escuchar nos invita a ser conscientes de la misión que tenemos de anunciar el Evangelio, una gran y gozosa noticia para todos los hombres. Paradójicamente, la Buena Nueva se fundamenta en el sufrimiento del Hijo de Dios en la Cruz.

 

Ratzinger en Buen Suceso
Ratzinger en Buen Suceso

HOMILÍA EN EL 14º DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

(LC 10,1-12.17-20)

Ratzinger en Buen SucesoQueridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este día nos cuenta el segundo gran envío que Jesús realizó, el segundo acto en la fundación de la lglesia. De ese modo nos ayuda a entender mejor qué es la Iglesia; y por ello a comprender también qué espera el Señor de nosotros en la lglesia y qué nos regala en ella.

Al comienzo del capítulo noveno, relata Lucas el envío de los doce, que llevan el anuncio del Reino de Dios a los hombres y debían aportarles, en virtud de Jesús, sanación de alma y cuerpo. Doce era el número de los hijos de Jacob, de los padres de las tribus de Israel, que se extendió como pueblo de las doce tribus. Cuando Jesús envió a los doce, era claro que quería formar un nuevo Israel, un nuevo pueblo de Dios, construido sobre la generación espiritual de los doce nuevos padres.

Ahora bien, al comienzo del capítulo décimo, tiene lugar un segundo envío; y ahora son 72 mensajeros. Según una vieja tradición de Israel (cfr. Deut. 32, 8 Mas + Ex. 1,5), setenta y dos era el número de los pueblos de la tierra. De esta forma, con este segundo envío Jesús pone de nuevo un acto simbólico de gran importancia: no sólo son renovadas las doce tribus de Israel, sino que el mensaje de Él vale para todos los pueblos de la Tierra. La tierra entera es el ámbito de su palabra y de su actuar; la tierra entera es su campo de cosecha; porque la tierra entera es de Dios y él trae el único Reino de Dios, que ha sido pensado para todos los hombres por igual.

Así, en estos gestos simbólicos de las dos misiones se contienen dos afirmaciones fundamentales sobre la lglesia: la lglesia crece de la raíz de Israel; ha sido preparada en la Ley y los Profetas; y el Antiguo Testamento permanece siempre su tierra madre, de la que no se debe desarraigar su anuncio. Pero la lglesia sobrepasa los límites de cualquier pueblo particular; pertenece a su esencia ser católica, que en ella se reúnen en torno a Jesús todos los pueblos, quien es su unidad y su centro. Y de esta forma se hace visible, ante todo, que el mismo Jesús ha fundado la lglesia con judíos y paganos. La lglesia no es un expediente inventado por los hombres al no llegar el retorno de Cristo. El Señor mismo quiso esta forma, misteriosa y débil, que no es aún el Reino de Dios, pero que, en medio de las desgarraduras del mundo, reúne a los hombres en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor que tiene en Él su centro real. Y es también claro que la lglesia una y universal precede a las muchas iglesias locales que se formarán en ella.

Lo esencial acerca de la Iglesia, a la vez que la primera palabra de Jesús sobre ella, está expresado en el doble simbolismo de los números 12 y 72. Ella es la congregación de toda la humanidad en el centro de aquella fe que parte de Abraham y ha encontrado su respuesta en Cristo. En este proceso de congregar, de reunir, desde y sobre Jesús, se aproxima el Reino; no de otra forma. Pues Él mismo es el Reino de Dios en persona. Nosotros estamos en la cercanía del Reino en la medida en que estamos en la cercanía de Jesús.

El signo visible de este acercarse es la eliminación de las divisiones, la aceptación de la Palabra, de la Verdad y de sus fuerzas salvadoras, el hacerse uno. En la humanidad han existido muchos intentos gigantescos de crear unidad, comenzando por la edificación de la torre de Babel hasta los modernos imperios. Pero todos estos intentos terminaron finalmente en nuevas divisiones. En último término, sólo puede unir, en profundidad, la única verdad, que es amor. Cuando llegue plenamente, será el reino. Testimoniarla, llevarla al mundo, esa es la esencia más profunda de la Iglesia.

Con esta reflexión hemos llegado a otro aspecto importante del Evangelio de hoy. ¿Qué tienen que hacer propiamente los 72 enviados? Según el texto, su primera tarea es ésta: en cada casa en que entren, dar el saludo: ¡Paz a esta casa! (10,5). Nos parece como demasiado poco comenzar con el saludo, pues, de alguna manera, lo damos por supuesto. Pero lo que Jesús encomienda aquí es más profundo.

En primer lugar, debemos pensar que en este saludo de los enviados de Jesús resuena el canto de los ángeles, con el que saludan al Salvador en la Noche de Navidad: “En la Tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14b). La misión de Jesús consiste en conducir a los hombres a la paz con Dios y que rectifiquen así su voluntad, para que lleguen a ser hombres del agrado de Dios. Todo esto se encierra en el canto de los ángeles que no somos capaces de traducir, en las lenguas modernas, con una sola frase.

Pero hay todavía en ello otra cosa importante. En el tiempo de Jesús había también “violentos” (cfr. Mt 11, 12), que querían traer el Reino de Dios por la fuerza: celotes y sicarios que con su programa de violencia encontraban adhesión creciente. ¿Pues cómo podría llegar el Reino de Dios, de no ser por el camino de las transformaciones políticas? ¿Y cómo iban a ser posibles los cambios políticos sino por la lucha contra los injustos poderes existentes? Jesús opone su palabra: os envío como ovejas entre lobos. La característica de sus enviados no es la llamada a la lucha sino el mensaje de la paz: “paz a esta casa”. Así, esta indicación, aparentemente tan insignificante, es en realidad un programa de radical seriedad. En ella se encierra toda la teología de la cruz. Los mensajeros de Jesús no predican la lucha de clases; su único poder es la humilde palabra de la paz de Dios.

En el seguimiento de Jesús se atreven a presentarse como ovejas entre lobos. Visto humanamente es ciertamente una prescripción completamente sin sentido. Por esto en todos los tiempos la tentación de apoyarse en el poder ha sido grande, y sabemos cuán grande es también hoy esta tentación. Naturalmente triunfan en primer lugar siempre los lobos: Caifás y Pilatos fueron más fuertes que Jesús; Nerón, más fuerte que Pedro y Pablo; Trajano, más fuerte que Ignacio de Antioquía; Marco Aurelio, más fuerte que Policarpo; y así, a lo largo de toda la historia. Nos lo dice Jesús cuando nos llama: “el que quiera seguirme, cargue con su cruz y venga así detrás de mí” (Lc 9,23). “Como ovejas entre lobos”; es lo que con ello quiere decirse. Jesús, el Pastor de todos los pueblos, es cordero, se hizo oveja, caminó entre lobos, y sufrió la suerte, con la que deben contar las ovejas que se encuentran con lobos.

Pero muy pronto se hace manifiesto que, a pesar de todo, el cordero era más fuerte: el reino de los lobos perece; sin duda, fue sustituido por otros lobos; pero estos lobos vienen y van.

La fuerza del cordero muerto por nosotros, sin embargo, ha hecho nacer una nueva luz en el mundo: y esta luz, la luz de Jesús, no se apaga más. Él permanece, él golpeado, y precisamente en el sufrimiento continuado de sus testigos, logra Él, de nuevo, su victoria que vence al mundo.

Cuando hoy hablamos de Pablo, el propiamente fundador de la difusión universal de la lglesia, pensamos solamente en su tremendo dinamismo y en el casi incomprensible resultado de su actuación. Pero olvidamos que fundó cada lglesia concreta a precio de su sufrimiento. Y sólo porque pagaba este precio, creció la lglesia.

El Reino de Dios crece, en este mundo, sólo mediante aquellos que no buscan su propio éxito, sino que quieren servir únicamente a su Señor. El sufrimiento es lo que hizo creíble a Cristo como portador de la verdad y del amor y así se convirtió en su poder, en el poder de Dios en este mundo.

Ciertamente, por el pecado original, se nos contagia a todos algo de naturaleza de lobo. Y porque esto es así, en todos los tiempos es peligroso situarse plenamente al lado de Jesús. Pero porque el hombre, incluso en pecado, sigue siendo criatura de Dios, hay en él, a la vez, una espera de la verdad que sólo se legitima por el amor. Por eso se dan siempre de nuevo las silenciosas victorias de la verdad, de las que vive la lglesia.

“Rogad al Señor de la mies, que envíe trabajadores a su mies” (10, 2). En un mundo lleno de violencia y de despotismo necesitamos con tanta más urgencia a los verdaderos mensajeros de Jesús; los mensajeros a los que el Señor da la fuerza de caminar, como Él, como ovejas entre lobos, con el mensaje de la paz. Hoy existe una especial urgencia de pedirle al Señor que los envíe.

Finalmente hay todavía un tercer punto de vista en el Evangelio de hoy que merece nuestra atención, los discípulos vuelven de su misión llenos de alegría. Han experimentado de modo gozoso el poder de Jesús que es más fuerte que el poder de los demonios. Existe a este respecto una interesante observación en la obra de un monje griego del siglo lV, Evagrio Póntico, que dice en una ocasión: las herejías son obra de los demonios: el demonio es furor, según su esencia. Por el contrario, el poder de Jesús es el poder de la suavidad, que vence a la arrogancia y al furor y que enseña al hombre a ver y a ser de nuevo correctamente.

Volvamos al Evangelio. Lo que entusiasmó a los discípulos y les despertó un fuerte sentimiento de felicidad, fue la experiencia del poder: que, sin embargo, el cordero, Jesús, es más fuerte que todo el ejército de los lobos. Jesús no les quita esa alegría: todos necesitamos también esta experiencia que nos da fuerza para el atrevimiento de ser cristianos y nos protege del camino equivocado de intentar más bien una alianza con los lobos. Pero dice a los discípulos, de modo completamente inequívoco, que esta experiencia del poder no puede ser el verdadero fundamento de su alegría. ¿Cuál es, por tanto, el auténtico fundamento que nos permite, como cristianos, estar alegres? Esta es la respuesta de Jesús: “Alegraos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (10, 20) Lo que realmente hace felices es que Dios nos acepta. Lo que realmente hace feliz es que hay cielo y que está abierto para nosotros. Estar escrito en él, en el libro de la vida, es la solución de todo nuestro destino; arroja un rayo de luz sobre nuestra vida, tan grande que, aún en el valle oscuro (Ps. 23, 4) podemos siempre estar alegres. Quizá esto suena a muy pasado de moda. Parece que el cristianismo de hoy casi se avergüenza de hablar del cielo. Jesús no conoció tal vergüenza. Él sabe que, precisamente desde esta luz definitiva, también la vida terrena se hace grande y amplia. Podemos atrevernos a caminar como ovejas entre lobos porque nuestros nombres están escritos en Dios; es decir, porque su amor nos sostiene y nos lleva a la eternidad.

Los apóstoles, después de la resurrección estaban animados por esta alegría íntima, de modo que se alegraban de sufrir por el nombre de Jesús (Hech. 5, 41). Guiados por esta alegría llevaron el Evangelio al mundo; y cambiaron el mundo por la fuerza de este Evangelio. Donde esta alegría es fuerte, allí aparece por sí mismo lo otro: que existe un poder de Jesucristo, un poder de la verdad y del amor, un poder de las ovejas sobre los lobos, que es del todo diferente del poder de este mundo; a saber, destello del poder de Dios, que no hace violencia, sino que libera y sana.

Cuanto más fuerte es en osotros la fe en el cielo, con tanta más fuerza brilla la luz de Jesús sobre la tierra en que vivimos.

Agradezcamos al Señor esta palabra de confianza y de alegría que nos ha regalado.

Pidámosle que haga crecer la alegría de la redención en nuestros corazones y que así se acerque su reino.

Amén.

 

Joseph Cardenal Ratzinger.

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